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La agricultura también emigra

El cambio climático está alterando el ciclo de muchas especies vegetales; algunas mudan de hábitat, y la agricultura se ve obligada a adaptarse desplazando cultivos hacia el norte o tierras más montañosas o buscando variedades más resistentes.

En caso de tener piernas, los árboles se marcharían corriendo”, bromea Josep, un agricultor que cultiva más de 20 hectáreas de olivos, almendros y algarrobos cerca del delta del Ebro, en una zona donde durante el año 2017 llovió lo mismo que en Argelia: 268 litros por metro cuadrado.
Algo de eso parece estar ocurriendo: tras miles de años adaptándose al clima, muchas plantas están optando por el estilo de vida nómada de algunas especies animales: En la sierra de Guadarrama, el pino silvestre ha escalado hasta zonas que eran un páramo. También las hayas están subiendo ladera arriba en la cordillera Cantábrica para abrazar la humedad. Y cultivos enteros comienzan a ser desplazados por los agricultores varios cientos de kilómetros más al norte o hasta pisos de vegetación más elevados, donde la lluvia no es todavía un milagro.

En la España yerma, el paisaje es el que observa Josep: tierras quebradas y endurecidas por un sol inclemente; campos de secano que malviven del rocío nocturno; hojas que se vuelven amarillas por la sed. “¿Que adónde irían los árboles si tuvieran piernas? A Suiza”, responde sin dudar el agricultor.

Pese a que no se puede hablar todavía de desplazamientos de superficie significativos, la aceleración del cambio climático está provocando que muchas especies animales y vegetales estén poniendo pies en polvorosa. La caballa del Atlántico, por ejemplo, se ha movido tan al norte que la flota islandesa, que hasta hace poco sólo atrapaba estos peces por accidente, ahora llena sus bodegas con esta especie. También aves africanas como el buitre moteado o el vencejo moro están aterrizando en Andalucía en busca del mismo régimen térmico que tenían hace un tiempo, cuando no era noticia que cada último año fuera el más cálido de la historia. Pero, sin duda, quien más está sufriendo los efectos del cambio climático es la agricultura, pues las plantas, pese esparcir sus semillas lo más lejos posible para no tener que competir con rivales cercanos, tienen muy poca capacidad para colonizar nuevos hábitats, al desplazarse muy lentamente.

Por cada grado Celsius que aumenta la temperatura del planeta, la producción de trigo decae un 6%; la de arroz, un 3,2%, y la de maiz, un 7,4%

“Hoy día los agricultores de todo el mundo ya sienten la huella que está dejando el cambio de clima. Lo que durante años fueron previsiones ahora son realidades”, asegura Ana Iglesias, profesora de Economía Agraria en la Universidad Politécnica de Madrid y miembro del comité científico de la Agencia Europea de Medio Ambiente. “El champán que se produce en la tierra agrícola más cara del mundo, donde una hectárea puede llegar a costar dos millones de euros, se va a empezar a producir en Escocia. No se podrá llamar champán, pero será un vino que le hará la competencia en una zona impensable. En España el ejemplo serían los naranjos de Galicia”, apunta respecto a que cada vez más cultivos se dan más al norte.

Desde que acabó la Segunda Guerra Mundial y, muy especialmente, a partir de 1960, cuando la superficie del mundo comenzó a llenarse de coches, chimeneas y aires acondicionados, la temperatura media de la Tierra ha ido incrementándose, décima a décima, hasta ser en la actualidad 1,1 grados Celsius más alta que hace cien años.

Tal vez por ello, en Israel algunos científicos han desarrollado un dispositivo que accede a la raíz del árbol y cuando detecta que los niveles de agua son bajos, un sensor envía un SMS o un correo electrónico al agricultor para avisarle de que debe regarse. Sin embargo, las plantas llevan decenas de años mandando mensajes ­silenciosos.

Probablemente, su principal recado es que el gradual aumento de la temperatura causado por el Homo sapiens está motivando que muchos cultivos ya no den más de sí, ni siquiera con los últimos avances tecnológicos. “Esto vale para el arroz en China y Japón, el trigo en Reino Unido, Alemania y Países Bajos y el maíz en Italia y Francia”, apunta el neurobiólogo Stefano Mancuso en El futuro es vegetal (Galaxia Gutenberg). Aunque los resultados difieren en función de la situación geográfica, por cada grado Celsius que aumenta la temperatura del mundo, la producción de trigo decae un 6%; la de arroz, un 3,2%; la de maíz, un 7,4%, y la de soja, un 3,1%.

“Si el planeta cupiera en una maceta, lo que veríamos sería que la tierra se está resecando porque se riega menos y hace más calor”, ejemplifica Jordi Domingo, técnico de la Fundación Global Nature, una entidad comprometida con la conservación de la biodiversidad que impulsa diversos proyectos en Europa para adaptarse al cambio climático.

La cuestión es que, cada vez más, las plantas son centinelas ecológicos, por lo que buena parte de su vida secreta está saliendo del anonimato. “La mayoría de las plantas –explica Domingo– funcionan con un parámetro que se llama grados/día. Es decir, cuando acumulan una cantidad determinada de calor o frío, entran en ciertas etapas. Pero ahora está cambiando la fenología (la relación entre los factores climáticos y los ciclos de los seres vivos)”.

Así, los cultivos anuales que se siembran en otoño (trigo, colza…), por ejemplo, necesitan temperaturas medias diarias que oscilen entre los 3ºC y los 10ºC para florecer de forma óptima en primavera. Fuera de estos márgenes, el cultivo se ralentiza o detiene. La exigencia de frío fluctúa entre las 1.200 y las 1.700 horas de frío (por debajo de 7ºC) que necesita una manzana y las 200-500 que requiere la almendra. Sin embargo, temperaturas cada vez más elevadas menguan la acumulación de frío y confunden a las plantas, igual que a los insectos que las polinizan.

Si la temperatura media sube más de dos grados, será devastador; si aumenta tres o cuatro, cambiará la manera de vivir, advierte la directora de la Oficina del Cambio Climático

“Parece claro que hay un cambio de ciclo”, interviene Miguel Padilla, presidente de la organización agraria COAG-Murcia. “A diferencia del pasado, ya no hay cuatro estaciones, sino que ahora hace calor casi todo el año”, comenta tras evocar sus años mozos, cuando a mitad de agosto se desataban aparatosas tormentas eléctricas y no como ahora, cuando la lluvia estival es un vago recuerdo en el Mediterráneo.
Pero las plantas están mandando muchos más mensajes. Por ejemplo, la erosión del suelo, la proliferación de monocultivos y, sobre todo, el estrés hídrico están provocando que las alcachofas, las moras, los higos y otros frutos tengan cada vez menor tamaño.

En Viver, un pueblo del sudoeste de Castellón a 600 metros sobre el nivel del mar, la pasada temporada se empezó a recoger la oliva el 9 de octubre, mientras que el 10 de agosto ya se vareaban los almendros, casi un mes antes de lo que era habitual a mediados de la década de los sesenta del pasado siglo. En esta antigua villa en la que los romanos criaban y engordaban peces de agua dulce, varios agricultores decidieron comenzar a cultivar alcachofas entre julio y octubre, aprovechando que las grandes zonas productoras lo hacen de noviembre a mayo. “Pero los dos últimos veranos ha hecho tanto calor que nos ha obligado a un aporte de riego muy alto”, explica Fernando Marco, director de la Cooperativa de Viver.

Fue entonces cuando surgió la idea de probar suerte en el altiplano de Teruel, cerca de El Toro, en una zona donde antaño corría la leyenda urbana de que desaparecían las autoestopistas en las últimas curvas del puerto del Ragudo y que ahora acoge un cultivo tan sorprendente como esa historia. De momento, las plantas han sobrevivido al duro invierno turolense, aunque habrá que aguardar un par de años más para valorar la conveniencia de trasladar parte de la producción de alcachofas a 60 kilómetros de Teruel. “Si los inviernos se siguen suavizando, podría haber olivos en Teruel y Cuenca, con lo que la lengua de tierra que acoge la agricultura mediterránea se podría desplazar hacia el interior como un tsunami suave”, pronostica Marco.

Algo parecido sucede en otros lugares. Más de la mitad de las tomateras valencianas se ha trasladado en los últimos años desde las comarcas clásicas del litoral a zonas más montañosas del interior, donde el rendimiento es superior gracias a que las temperaturas nocturnas son más bajas que en la costa, lo que mantiene a raya a las plagas.

O en Asturias se están cultivando kiwis como en la misma Nueva Zelanda. En Murcia, cuenta Miguel Padilla, “el brócoli se está yendo a las tierras altas de Guadalajara, mientras que se prueba suerte con la lechuga en Granada y Albacete”. A la vez que Mazarrón y Águilas acogen campos de papaya y chirimoya como si fuera Brasil.

Ocurre en todo el mundo: mientras comienza a haber naranjos en Inglaterra, vides en Noruega y tomates en Islandia (gracias a instalaciones geotermales), cultivos, todos ellos, emblemáticos del sur de Europa, países como España o Italia empiezan a cobijar plantaciones de aguacate y mango, típicas de zonas subtropicales.

Si hay un caso paradigmático de hipersensibilidad al cambio climático, es el vino. Según cuenta Miguel Agustí Torres, presidente de Bodegas Torres, por cada grado que sube la temperatura media, hay que desplazarse unos 100 kilómetros al norte o subir 100 metros en altitud para encontrar el mismo régimen térmico. Esta circunstancia está propiciando que las marcas de champán más prestigiosas de Francia arranquen sus cepas para llevarlas a los condados sureños de Inglaterra en busca de un clima más favorable que el de Reims o Borgoña. También se está plantando viñedos al sur de Oslo, que vienen a añadirse a los ya existentes en Dinamarca, Escocia y Noruega.

Cuenta Torres que su vida dio un giro en el 2008 cuando fue al cine a ver el documental Una verdad incómoda, protagonizado por el exvicepresidente de EE.UU. Al Gore. “Fue entonces cuando le dije a mi mujer: ‘Oye, esto va muy en serio y nos va a afectar mucho a las viñas’. Al cabo de unos días había un consejo de administración en la empresa y me aceptaron unas inversiones en energías renovables. Así empezó todo”, dice.
En los últimos 20 años, esta empresa de Vilafranca del Penedès ha comprado terrenos en Tremp (Lleida), a 950 metros de altitud, y Benabarre (Huesca), a 1.200 metros, para escapar del aumento de las temperaturas (normalmente, las tradicionales viñas no superan los 400 metros de altitud). “También hemos visto lugares en el sur de Suecia y Lituania”, desvela.

Sin embargo, el verdadero proyecto insignia se lleva a cabo en las viñas de siempre y tiene por objetivo “que mis nietos puedan continuar haciendo vino”, reconoce. Desde el coche eléctrico que conduce Torres hasta la instalación de una caldera de biomasa, pasando por la apuesta por la energía fotovoltaica, la reforestación de los bosques, la reutilización del agua, la compra de tractores que funcionan con biometano, la recuperación de cepas antiguas que resisten mejor la sequía y la reinversión del 11% de los beneficios anuales en la lucha contra el cambio climático, esta empresa centenaria está enseñando el camino para adaptarse al nuevo escenario sin tener que moverse del sitio.

Porque el mensaje fundamental que están mandando las plantas es que, si nada lo remedia, relativamente pronto tendremos problemas para abastecer de agua no ya a los campos, sino a las personas. Por no hablar de que el 75% de las calorías que alimentan a la humanidad proviene de los vegetales.

Si la temperatura media supera en dos grados centígrados la existente en el periodo pre-industrial, es muy posible que se produzcan cambios irreversibles en el planeta que no sólo afectarán a los osos polares, sino, sobre todo, a las personas.

“Nuestra generación vive un momento decisivo. El clima del futuro lo estamos decidiendo ahora. Es en estos momentos cuando tenemos que luchar por reducir las emisiones de efecto invernadero”, reconoce Valvanera Ulargui, directora de la Oficina Española del Cambio Climático del Ministerio de Agricultura. “Si la temperatura media sube más de dos grados, los efectos serán devastadores. Pero si asciende tres o cuatro, será un clima tan extremo que cambiará la forma de vivir”, admite sobre la necesidad de frenar las emisiones de gases de efecto invernadero y priorizar tecnologías innovadoras que permitan, de una vez por todas, escuchar lo que nos dicen, a su manera, las plantas.

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